Azotea
es vocablo de origen árabe con el que denominamos la techumbre o cubierta plana
de una edificación. Una zona diáfana, transitable, por donde poder caminar.
En
aquellos lugares que gozan la mayor parte del año de un clima soleado, como
sucede en Andalucía, región sur de España, es de buen uso y costumbre que las
casas gocen de azotea. Antaño allí se situaban los lavaderos de ropa que una
vez limpia se tendía, y aún hoy día se tiende, sobre alambres para secar al sol.
En
las azoteas se vareaban y sacudían alfombras, se abrían y desentrañaban los ya
extintos colchones de lana de oveja o de borra. Airearlos y mullirlos era un
arduo pero necesario menester que se realizaba, de cuando en cuando, para
desembarazarles del apelmazamiento a que se sometían con facilidad, debido al
peso soportado de los cuerpos que descansaban sobre ellos.
Pero
la utilidad y el servicio de una azotea da para mucho más.
Magnífico
mirador del paisaje urbano, pedestal desde donde sentir el cálido sol en las
frías mañanas de invierno acariciándote el rostro. Fresco y aliviado espacio
para el descanso del cuerpo y del alma en las calurosas noches de estío, desde
donde entregarnos serenos al sueño bajo un cielo infinito cuajado de estrellas.
Yo
tuve la inmensa suerte de nacer y crecer en la ciudad de Sevilla, y de vivir en
una casa que poseía una privilegiada azotea, rodeada por cercanos campanarios
de antiguos conventos e iglesias que, con sus campanas, avisaban el transcurrir
de las horas y llamaban a los fieles a las celebraciones religiosas.
Desde
mi azotea podía verse de cerca, sin impedimentos, el río Guadalquivir y sus dos
orillas. Sobre la más próxima las vías del tren por las que transitaban
silbando, de un lado a otro, trenes de mercancías y viajeros. Después el agua y
la otra orilla, la cartujana, bordeada de maleza invitando a soñar con
milenarios bosques, maduros en espadas y misterios.
Mis
primeros y más infantiles recuerdos de aquella azotea: el alegre corretear con
mis hermanos, los brazos abiertos de par en par, batiéndolos, como los
gorriones baten sus alas para emprender el primer vuelo, jugando a enredarnos y
a escondernos entre las toallas y las sábanas tendidas al sol. Cerrábamos los
ojos y nos dejábamos envolver por la placentera sensación de ser completamente
acariciados, impregnados por el tacto y el olor a ropa limpia.
En
aquella azotea pude contemplar mis primeras puestas de sol, soñar interminables
historias y cuentos imposibles, ver pasar las nubes descubriendo en cada una de
ellas cambiantes figuras y rostros. Mi fantasía, mis anhelos, mis primeras
reflexiones se sucedieron en esta azotea que me permitía estar cerca del cielo,
del agua de mi río y de un camino, de ida y vuelta, trazado por interminables
carriles ferroviarios que conducían trenes que, se me antojaba, recorrían el
mundo entero para cargados de aventuras regresar siempre a su lugar de origen.
Esta
azotea ya hoy no existe más que en mi memoria, permanece viva allí, en un
espacio donde no cabe el olvido.
La
palabra azotea no sólo se usa para nombrar este tipo de cubierta de un edificio
sino para nombrar, en sentido figurado, la parte más alta de un individuo, la
cabeza, lugar donde reside la mente productora del bien más preciado, el
pensamiento. De ahí que para decir que alguien tiene un pensamiento poco claro
o loco solemos afirmar: “está mal de la azotea”.
Les
invito a visitar mi azotea donde podrán recordar, percibir y destilar
sensaciones, producir y compartir pensamientos varios, en definitiva, un
espacio donde poder juntos construir, residir y permanecer.
Sean bienvenidos.