Dos Salves, un Padre nuestro y la gracia de tus manos.

Silenciosa plegaria en los intramuros del claustro

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Año 2013
Óleo sobre tabla
155 x 231 cm

Dos monjas, dos esposas de Cristo, en la intimidad del convento trabajan en las labores domésticas. Intramuros del claustro, olor a luz y a transparencia, sabor a Dios. Estampa de silenciosa plegaria que, como el vapor de la sopa de los pobres, se eleva hasta el centro del Reino de los Cielos.

“Dos Salves, un Padre nuestro y la gracia de tus manos”, es estribillo de copla en la voz del pueblo, escena de costumbres de mi ciudad de Sevilla, de la Sevilla eterna y oculta, mariana por excelencia, cuyos cimientos los siglos fueron vistiendo de Historia, de destiladas esencias y estremecedores silencios, de antiguas canciones que murmuran las fuentes y se mecen eternas en el río.

Son nuestros conventos riquísimas y sustanciales joyas de nuestro patrimonio, testimonios de fe, custodios de la vida consagrada que renuncia a los placeres del mundo para entregarse al desarrollo de la virtud, al ámbito de conocimiento puramente espiritual, un camino plagado de sacrificios, de generosa entrega y compromiso.

La observancia de las estrictas reglas de la vida monacal imposibilita el acceso al cenobio a cualquier persona ajena a esta circunstancia, es valor añadido de esta imagen que, de forma inesperada y casual, por unos instantes pude contemplar.

Sobre el antiguo monasterio medieval de los Caballeros de la Orden de Santiago de la Espada, en la collación de San Vicente del viejo barrio de San Lorenzo, se levanta el convento de las Reverendas Madres Mercedarias de la Asunción.

Dios y mi buena fortuna hicieron que la actual Madre Superiora reparase en mi para encomendarme una misión, diferente y ajena al trabajo que ahora nos ocupa.

Durante nuestro encuentro, con generosa benevolencia, consintió permitirme cruzar los infranqueables límites que separan lo público de lo privado, la vida seglar de la vida religiosa, lo material de lo espiritual, abriendo la puerta de acceso al patio del claustro, de par en par, a la vez que la de mis sentidos a la percepción de un tiempo detenido que trasmina aromas de santidad.

Allí, en la estancia que llaman la ropería, estaban Madre María Isabel cosiendo y Madre Ana María planchando, ángeles custodios de fe en un altar de luz, la luz de Dios.

Sobrecogida por la dulzura y la paz de este excepcional momento, sentí la imperiosa necesidad de tratar de preservarlo convirtiéndolo en pintura. Quimérica ilusión, sueño imposible…

¡Ay, si se pudieran pintar los estados del alma!


©María José Aguilar

«Cuentan que, desde que aprendí a expresarme verbalmente, manifesté un ferviente e inquebrantable deseo: PINTAR

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